jueves, 16 de abril de 2015

Me querían.


No tengo muy claro cómo empezó todo. Puede que tratando de hacer memoria, si me concentro mucho, mucho, muchísimo, llegue al primer momento en el que las cosas comenzaron a ponerse raras.

Pero me ha costado mucho dejar de pensar en ello como para ponerme voluntariamente a recordar.

Todavía duele. Todavía cierro los ojos y puedo sentir el tacto de su mano sobre la mía, su aliento en mi cuello.

Su mano y su aliento de cerdo.

En septiembre del 92, todavía coleaba el furor de las Olimpiadas de Barcelona y en casa, aún no teníamos demasiado asimilado que una etapa había terminado, que nos habíamos mudado, que ahora compartíamos habitación, que si el cole nuevo, que si dónde estaban todas nuestras cosas, que si este fin de semana te tocan a ti, que cuándo vamos a ver a mami, que trabaja día y noche.

En esa época, yo era tan vulnerable...

Y él tan hijo de puta....

En septiembre del 92 yo empecé cuarto en mi cole de acogida, mi cole amoroso, que tanto cariño me había dado durante el último trimestre de tercero. Con ese tutor clavadito a Felipe González, con su movimiento hipnótico de trasero, con su sonrisa, con sus buenas intenciones.
Y ocurrió que juntaron  las dos clases, y dejamos de ser trece, para ser veintiséis, y dejamos aquello de "A de asno, B de burro" Al menos por el momento.

Fue entonces cuando Felipe González dejó de ser nuestro tutor, y llegó El Innombrable.

El tipo tenía la misma cara del enano gruñón de Blancanieves.
Pinta de cura, medio calvo, unicejo, con psoriasis, sonrisa siniestra, siempre frotándose las manos, asqueroso.

Y miraba raro.

Y comenzó el curso y, casualmente, yo siempre me tenía que quedar a la hora del patio con él, en clase.

A reflexionar.

Y no tenía ni idea de qué era lo que hacía mal, por qué tenía que reflexionar tanto.

En esa media hora diaria, en la que mis compañeros creían que yo me quedaba a "hacer la pelota", ese hombre me trabajaba la mente y el alma a base de bien.

Primero se aseguró de que tuviera muy claro que mis padres se habían separado por mi culpa y que de toda esta situación (traslado, cambio de cole, tristeza familiar...)  la culpable era yo.
Después, cuando yo ya me sentía más mojón, si cabe. Empezó a hacerme ver que nadie me quería, que yo no merecía que me quisiera nadie. Recuerdo un día especialmente, en el que me invitó a mirar por la ventana de la clase cómo jugaban mis compañeros y el resto de niños y niñas y me dijo:

- ¿Ves toda esa gente de ahí abajo?
- Sí.
- Pues de todos ellos, nadie te quiere. Solamente yo.

Y me abrazó. Me tocó como un maestro jamás ha de tocar a un niño, por primera vez.

Fue entonces cuando comenzaron sus "muestras de cariño", de la única persona que me quería en el mundo, según él, que se había encargado de grabármelo a fuego.

Y empezó a ser habitual que tal y como mis compañeros llegaran al patio y él los viera por la ventana, viniera a la mesa donde me obligaba a estar sentada, me cogiera la mano y alternara palabras de cariño con vejaciones hacia mí. Él hacía el favor de quererme, cuando nadie lo hacía, porque yo no lo merecía.

¡Valiente hijo de la gran puta!

Y así día tras día, tras día. Cada vez se tomaba más libertades, cada vez tocaba más, cada vez me destrozaba más el espíritu. Y yo, que nunca había recibido abuso de ese tipo, ni lo había visto en mi casa ni en mi familia, no lo supe identificar en aquel entonces.

¡Qué bien se lo montó el muy desgraciado!

Y así fueron pasando los cursos. Quiso la fortuna que fuera mi tutor también en quinto y sexto. Quiso la fortuna que él comiera cada día en el colegio, cuando yo trabajaba en el comedor para poder pagarme la cuota mensual.

En ese tiempo mi madre fue a hablar con él y pensó que estábamos muy unidos, eso es todo. No la culpo. El hijo de puta lo supo hacer muy bien.

Y en octavo, mi amiga J se animó a trabajar en el comedor conmigo.

Y este tío se pensó que todo el monte era orégano. Pero J era ya una chica de trece años, sana psicológicamente, sin carencias afectivas. No procedía.

Pero lo intentó.

Y J en el segundo cero, como mujer inteligente y mágica y sin igual, que es, supo detectar eso. Y yo, que no se lo había contado a nadie, ni a ella, que era mi amiga más querida, confesé. Y ella me dijo que no era normal, que no estaba bien. Y entonces  lo vi. Y el asco me salía por las orejas y me aferré a J como si fuese una balsa de salvamento. Y lo fue.

"Gracias, AMIGA, te debo una bien gorda."

Y con el fin de la E.G.B. se acabó.

Y empecé a controlar sus pasos en la distancia, y no paso por la plaza Libertad ni a día de hoy, veinte años después, aunque sé que ya no vive allí, ni en mi comunidad autónoma, y sospecho, ya en este mundo.

Hace unos pocos años, en una cena de antiguos compañeros, quise que ellos lo supieran, necesité decirles que lo que pasaba en esas horas de patio no era lo que ellos pensaban. Que yo nunca quise no salir a jugar a pichi con ell@s. Que no era una pelota. Y me respondieron, alucinados algunos, cabreados otros,  pero con respeto y cariño hacia mí.

Y ya estoy liberada, y ya nunca podrá volver a hacerme daño.

" Sí me querían, maldito hijo de mil putas. Tú me robaste unos años, yo no voy a dedicarte un minuto más."








6 comentarios:

  1. ¡Wow! Este texto es durísimo. Es horrible lo que cuenta... pero fantástico cómo está escrito. Como relato, lo mejor del blog hasta ahora. Enhorabuena.

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    1. Muchas gracias. Es emocionante que un escritor piense que he escrito algo bien. Besos.

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  2. Sin palabras Davinia, no sabes como te entiendo

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    1. Hay que darles poder a los niños para parar estas situaciones.

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  3. Una historia muy dura, se como se siente una persona en tus circunstancias ya sea x un profesor, o familiar son unos hijos de puta destroza vidas.

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    1. Pero afortunadamente está en nuestras manos curarnos y no permitir que nos la destrocen. <3

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