martes, 24 de febrero de 2015

Volver a volver.

El primer día de mi nueva vida comenzó una mañana de abril del 92. Un día raro. De pronto me encontré saludando a doce niños y niñas, con mi dedo roto y los ojos como julajops. Estaba cagada de miedo.

Me había cambiado de casa, de ciudad y de cole a mitad de curso. Para una niña de 8 años, irse a vivir a veinte kilómetros de distancia supone el fin del mundo.

Inseguridad otra vez.

Y no es que mi vida anterior me volviera loca. Era una vida de silencios, de tensión constante, de discusiones "de mayores", de pesadillas, de frío por dentro y por fuera.

Mi pueblo era una nevera, a veces había tanta niebla que, yendo de la mano con mi hermano pequeño al cole, no le podía ver. Qué paradójico.
El recuerdo de nuestro antiguo colegio de monjas, en su mayoría, con cara de mala hostia, me produce sentimientos contradictorios. Me gustaba ir a clase con mi prima, con la que me llevo dos días, había un niño que me volvía loca y disfrutaba con las clases de inglés. Pero aquello era la represión hecha institución, ahí no se podía contestar lo más mínimo o te ibas directa al "cuarto de las ratas" que era un pequeño trastero en el hueco de la escalera. Así que tuve que aprender a poner un filtro modelo Ultra-Súper-Plus entre mi cerebro y mi boca.

La cosa no fue fácil, como ya os conté, tengo un caldero de bruja piruja dentro de mí...

De aquellos años, casi todo son recuerdos llenos de miedo, sensación de estar perdido, y también culpa.
Aunque también esa circunstancia complicada en casa, me empujó a compartir un tiempo precioso con mis tíos y mi prima pequeña, que nos ha unido para siempre.

Mis tíos vivían en el bloque pegado al nuestro y a veces nos pasábamos de una casa a la otra por los terrados ¡Jajaja, era divertidísimo! Para mi hermano y para mí ir a su casa era entrar en otra dimensión. Allí se podía jugar, gritar, reír. Allí no hacía frío.

Un día mis padres decidieron dejar de compartir su vida. Recuerdo haber sentido alivio pero también mucha incertidumbre, mi madre estaba consumida y yo me sentía culpable todos los días.

Pasados unos meses, alquilamos nuestro piso del pueblo y nos mudamos a una ciudad donde vivían mis abuelos. Era raro compartir habitación con mi hermano, pero aunque nunca se lo he dicho, en ese tiempo nunca tuve pesadillas, antes las tenía todos los días y volvieron después.

Mi madre empezó a trabajar como una loca y se propuso volver a ser una mujer. La veía poco pero la veía feliz. Y ya no hacía frío.

Y así, en una ciudad nueva, en casa de mis abuelos, con mi hermano pequeño hermético y mi madre ausente, dio comienzo el primer proceso de duelo de mi vida.

Esa mañana  de abril, el Profe Paco, que tenía una retirada a Felipe González y un culo-carpeta hipnótico y considerable,  me presentó a mis compañeros/as.

"Esta es Davínia, la nueva compañera."

Se quedaron callados, algunos miraban alucinados el cabestrillo de mi dedo roto, yo no sabía dónde meterme.
Entonces un "malote" gritó: ¡¡¡¡¡Davínia-Piña!!!!!  
Y todos se echaron a reír.

Y en ese momento exacto, supe que ya no iba a ser más transparente, que me hacían hueco, que yo les hacía también un sitio para siempre por aquella oportunidad, supe que iba a volver a volver.







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