jueves, 7 de mayo de 2015

Rodrigo.


Ella posó la mano sobre la de él y volcó todo su amor.

Él la recibió como si fuese un manantial en medio del desierto, sediento, ansioso, agradecido.


Rodrigo era un chico guapo, alto, atlético. Sus ojos amarillos, lucían brillantes, llenos de vida.

Rodrigo era feliz.

Vivía en un piso de 70 metros sin ascensor de un barrio obrero de Barcelona. Trabajaba duro en una fábrica de tocadiscos, tras sus horas, hacía extras y tras sus extras, hacía reparaciones en su casa.

En casa tenía todo lo que podía necesitar: Sus aparatejos de genio loco, su pijama planchado, su traje de domingo, sus recuerdos del pueblo del que un día salió en busca de un futuro mejor, su paella de los fines de semana, sus cuatro retoños, su fiel compañera Chispa, que le recibía siempre moviendo el rabito, y Teresa, su amor.

Para Rodrigo su mundo empezaba y terminaba allí, en su hogar, donde tan seguro se sentía, desde donde creía ser capaz de cualquier cosa. 
Era en la alfombra de su salón donde subía a sus niños a su espalda y simulaba ser un caballito, donde los sábados por la noche se marcaba unos pasos de baile con su señora y donde después hacían el amor, eran sus siestas después del telediario, donde su madre y su querida suegra pasaron sus últimos días. Su templo.

Y el trabajo era únicamente un medio para conseguir un fin, el bienestar de su familia.

Últimamente Rodrigo prefería trabajar desde casa, tenía suficientes encargos y dedicaba a sus inventos el tiempo que le quedaba libre.

Le gustaba escribir poesía.

Sus niños cada vez pasaban más tiempo en la escuela y  Teresa se pasaba el día en la cocina.

Se sentía extraño, pero todo tenía que estar bien porque estaba en casa, en casa nada malo podía pasar. Le dolía un poco el cuerpo pero pronto la gripe mejoraría y podrían salir a merendar con los niños, y Teresa se pondría ese vestido de flores que le volvía loco de amor.

Pronto pasaría este invierno.


Pero ahora esta mujer cogía su mano y le pedía por favor que la mirara a los ojos y dijera su nombre.

Y Rodrigo no tenía ni idea de quién era, ni de qué hacía en su casa, ni de qué le iba a decir a Teresa si les encontraba en medio del salón agarrados de la mano.

"- Abuelo, por favor, mírame."

Y estaban a punto de dar las cinco y media y los niños no habían llegado de sus clases, ¿qué estaba pasando?

"- Abuelo, vuelve, soy Marta. Mar-ta."

Y Teresa debía estar muy disgustada con él, porque hacía días que no le dirigía la palabra. Si les encontraba ahora, iba a disgustarse todavía más.

"- Perdone, creo que se confunde, no sé cómo ha entrado en el salón de mi casa, pero debería irse. Mi señora está al llegar. 
- Abuelo, soy tu nieta Marta y la abuela Teresa hace años que ya no está con nosotros.
- ¡Loca! Es usted un demonio que ha venido a mi casa a volverme loco a mí. ¿Qué quiere? ¿dinero? ¡Déjeme en paz o llamo a la policía!
- Abuelo por favor, solo quiero que conozcas a tu bisnieto Hugo, tiene 10 días. Trata de pensar y tranquilizarte."

La cosa es que su cara me resulta familiar, ¿a quién se parece esta chica?

Oh Dios mío, es igual a Teresa.

Pero, ¿dónde se ha metido mi mujer? ¿por qué llora esta muchacha con su bebé en brazos? ¿y mis hijos? ¿por qué me llama abuelo? Yo no soy abuelo, ¡apenas estoy comenzando a ser padre!

Ahora la loca pone algo en un aparato y en el televisor sale un viejo, ¡en color! debe ser un artista veterano, ¡hay que ver lo que me recuerda a mi padre! Pobrecico...

El hombre suelta un discurso, dice llamarse Rodrigo y dice que no hay que tener miedo, que es complicado entender, pero que a veces, la realidad es diferente a como creemos que es, pero que nunca estamos solos. Se mira las manos y las enseña, yo hago lo mismo por imitación.

Mis manos han cambiado mucho en este rato, están arrugadas, blanquecinas y tienen manchas, no son manos fuertes y jóvenes.

Empiezo a entender. No es necesario decir nada, la mujer que está a mi lado, apoya al crío en su pecho con una mano y con la otra alcanza un espejo y me lo presta.

Me miro y no me veo. No soy yo. Sin embargo levanto una ceja y el del espejo hace lo propio. No hay duda, soy yo. Y el del televisor también soy yo.

Pero ya no sé quién, ni dónde estoy, ni qué ha pasado.

Tengo miedo.

Marta me cuenta que Teresa murió hace unos años, también dos de mis hijos, ¡mis niños!.

Comprendo. Lloro. Me quiero morir.

Ha venido a pedirme que vayamos a una residencia, el resto de mi familia espera en una habitación, por lo visto necesito ayuda y ya no me valgo. No pueden soportar devolverme a la realidad todos los días. Verme sufrir así.

Y yo la miro pero por dentro imploro a Dios que me lleve con él.

Accedo. Si me sacan de casa me muero, pero es lo que deseo. Y cojo su mano, la mano de mi nieta mayor, a la que adoro, sin poder comprender cómo he podido olvidarla,  y la beso y ella limpia mis lágrimas con sus dedicos.

"- Te quiero, Martita. ¡Qué bonico es Hugo y qué mozo es!"


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Hoy vengo de trabajar más feliz que nunca, me llevan en coche con chófer a la casa nueva, debo ser  muy importante, ya verás cuando se lo cuente a Teresa.
Esta tarde salimos los seis de merienda y lo celebramos, a ver si se pone ese vestido de flores, ese que me vuelve loco de amor.









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